Recuerdas aquél
momento de tu infancia en el que tus papás te llevaron a las ferias y te
subieron a un juego mecánico en contra de tu voluntad? Tenías miedo, veías a
todas las demás personas reirse macabramente, y solo rogabas a Dios por
bajarte y salir corriendo para llorar donde nadie te viera. Sí, exactamente esa
es la sensación de subirte a un autobus urbano.
Camión? Yo? No,
gracias! Yo paso; prefiero un carrito (que aunque no sea de lujo) me mueva para todos lados, donde traiga mi closet en la cajuela, y donde me puedar retocar el maquillaje "a mis anchas". Hay ciudades como Moscú, Viena, Hong Kong o Munich, dónde el sistema de transporte público es excelente y todo es limpio, moderno y seguro. Sin embargo, en otros países como mi querido y amado México, no es tan CÓMODO que digamos.
Los dejo con esta crónica que escribí hace un tiempo para un periódico en
el que trabajaba, cuando aún era “estudiambre”, vivía en otra ciudad y moverme
en camión, más que gusto, era toda una necesidad…
Cómo cualquier estudiante
foránea sin coche en esta ciudad, me veo en la necesidad de tomar autobús, la ruta 635 para ser exactos. No sé si es la mala suerte que tengo, si el
servicio es tan insuficiente o ambas, que cada vez que tengo que tomar esta
ruta, el camionero se pasa de largo o pasa tan lleno que no se detiene.
El miércoles
pasado salí cansadísima de la escuela, eran aproximadamente las 3 de la tarde y
me dirigía a la parada que está justamente entre las calles Pablo Neruda y Av. Patria.
Cinco minutos…diez minutos…quince minutos y pasaban todas las rutas que deben
hacer parada ahí menos la 635 A, que va rumbo a Zapopan. Cuando por fin pasó el
autobus, el camionero ni siquiera hizo parada y las 7 personas que estábamos esperando nos miramos unos a
otros con cara de frustración.
Diez minutos más
tarde pasó la misma ruta que, afortunadamente, ésta vez si se detuvo, pero para
el colmo de los colmos, iba llenísimo.
He batallado
para conseguir los famosos transvales (o “transpobres”, como les llaman los
locales) así que pagué mis cinco pesos como todos los que subían antes que yo.
Y no era la única que había tenido mal día, puesto que el chofer ni siquiera me
respondió las buenas tardes al momento que me daba mi boleto apresuradamente. Todavía
ni terminaba de subir la última persona cuando el chofer ya estaba arrancando.
Subí pues al camión
y sólo sentí la mirada de desesperación de todos los pasajeros, puesto que iba
tan lleno que no se explicaban cómo era posible que siguieran subiendo más.
Dieciséis
asientos de un lado, dieciséis del otro y cinco en la parte posterior, que
suman un total de 37 lugares. Imaginen cuantas personas iban en el camión: 50.
Las que por suerte alcanzaron asiento iban asándose
y las demás, que como yo, iban de pie, luchaban por no caerse ante lo cafre del chofer, que conducía como si
llevara vacas.
Amas de casa,
estudiantes, obreros, empleados de plazas comerciales, enfermeras, adultos mayores. Todo tipo de personas
viajaban en esta ruta.
Observaba cada
uno de los rostros de las personas que estaban sentadas enfrente de mí y que de
tanto en tanto chocaban nuestras miradas: una señora de edad madura, con unas
cuantas canas venía repasando las letras de un libro de páginas amarillosas, y junto
a la ventana, una joven de unos 20 años que iba durmiéndose, y cada vez que el
camión frenaba ella se estremecía y abría sus ojos negros asustada.
A mi costado
derecho, un tipo alto, ojo verde y bien parecido, se sostenía firmemente con sus
dos fuertes brazos atléticamente marcados. Todos los que íbamos de pie nos
balanceábamos de un lado a otro al son
del camión, menos el “guapote”, a quien parecía no importarle y ni siquiera
parecía hacer esfuerzo por no caerse.”
La enfermera de
mi lado izquierdo iba absorta viendo hacia la ventana escuchando un reproductor
de música. Y quedando espalda con espalda, se encontraba detrás de mí una
señora que me iba empujando con sus atributos posteriores, osea sus nachotas, de tal manera que yo casi me
caía de boca.
Todo esto
ocurrió apenas subí al camión. La siguiente parada quedaba justo enfrente de la
segunda entrada de la universidad. Ahí subieron otros cinco estudiantes que también
iban saliendo de la escuela. ¡Pero subían!, nadie bajaba, y como ya no había
espacio para seguir subiendo pasajeros, el chofer sólo gritaba: “Haber raza, recórranse
por favor” y todos las pasajeros, incluyéndome,
nos íbamos recorriendo al fondo con un ligero gesto de desprecio.
Las personas que
parecían cómodamente sentadas también sufrían las consecuencias, ya que al momento de recorrernos no faltaba el codazo o panzazo de los que íbamos de pie.
Y seguía
avanzando… próxima parada: Plaza Andares, donde subieron 10 personas más. Era
imposible que siguieran subiendo cinco personas por cada una que bajaba.
Sin duda, los
peores momentos cuando se viaja en un camión urbano son al momento de arrancar,
de frenar y en las curvas. Fue precisamente en la curva de Plaza Pabellón donde
el autobus casi se voltea del peso que llevaba (que obvio no fue diseñado para
tal cantidad de pasajeros).
Tenía mis manos
cansadas de sujetarme del tubo superior pero no podía soltarme ni un instante:
si lo hacía, ba a salir volando por alguna de las ventanas, que por cierto, no
entiendo por qué venían cerradas.
Plaza Pabellón
fue la última parada que hizo, dónde subió tal cantidad de gente que en el
camión íbamos ¡73 pasajeros! Ahora sí que, en caso de sufrir un accidente,
nadie vive para contarlo. Era impresionante ver cómo las personas que se
encontraban justo en los escalones de la entrada iban embarradas a las puertas y
suplicando para que éstas no se abrieran de la presión que ejercían sobre ellas.
En el trayecto
de esa parada hasta la basílica de Zapopan, no subió ni bajó absolutamente
nadie pero eran un calor y un gentío insoportables.
Hagamos énfasis
en lo siguiente. Si cada persona que
sube paga cinco pesos, en sólo ese trayecto ingresaron 400 pesos. Ojo: sólo en
ese trayecto. ¿Y si todo el día viajan las misma cantidad de pasajeros en el
camión? ¿No habrá suficientes entradas al día, a la semana o al mes para
comprar más unidades y satisfacer la necesidad de transporte de tanta
población? Porque, no es la primera vez
que me sucede, ni será la última y a comentarios de otras personas es la misma
situación diariamente y de todas las rutas.
“Piiip”-sonó el
timbre del camión para hacer parada en mi lugar de destino, la Basílica de
Zapopan. Ahí bajamos todos. La gente bajó quejándose de lo entumidos que iban,
pero igual de felices por haber estirado sus piernas y finalmente poder
respirar aire puro y fresco. Parecía como si quisieran hincarse y besar el
suelo para gritar: ¡Tierra!
Conclusión: Si
tiene que viajar en camión, no lo haga en horas pico.
Esperen, ¿hay
alguna hora que no sea hora pico?
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